A los 14 años mis padres me enviaron a Gaiman, Chubut, a 600 km de nuestro hogar, para que pudiera cursar 5° y 6° grado. Después, para iniciar el secundario, viví en una pensión en Esquel. Desde aquel primer momento, y hasta hoy la impronta del hogar de mis padres permanece vívida en mí.
Solo, por el mundo insensible
viajo y lucho en busca de fortuna.
No riquezas pasajeras y mundanas
sino perennes. De esas, hay sólo una.
El hogar de mis padres he dejado
cuando la vida se ofrecía tentadora,
pero el vaivén diario me ha golpeado
y añoro los momentos de otrora.
El tiempo su andar no retrocede
y el hogar paterno ya no es el mismo.
Todo cambia a su compás
y mi mente es presa del negro pesimismo.
Mis ojos cierro, y lo veo como entonces
todo lleno de amor, de sol y vida.
El rosal de la ventana a su vera,
y la cortina por la brisa mecida.
A mi padre, en el sillón dormido
en un momento de nostalgia veo yo,
con la Biblia descanso en sus rodillas,
pues domingo es, y su salmo ya leyó.
De la cocina por la puerta abierta
ciertos timbres de loza ocasional
lo despiertas de su siesta merecida:
es mi madre, con el té dominical.
Feliz me siento al ver todo aquello
y fácil es, con los ojos entornados;
mas es dura prueba osar abrirlos
y ver que todo aquello es pasado.
Solo, por el mundo insensible
viajo y lucho en busca de fortuna,
mas, ¡inútil! el paterno hogar no existe
y como ésa, ¡no hay ninguna!
Trevelin, febrero l960
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